domingo, 30 de octubre de 2011

¿Tú también quieres un poco de paz?

Es curioso, pero me cuesta pararme a pensar acerca de lo que es vivir en paz, y quizás sea porque en el mundo de hoy en día se hace de todo menos vivir en paz. Uno se levanta por la mañana y lo primero que oye son los gritos del vecino a sus hijos porque no llegan a coger el autobús del colegio. Te dispones a coger el coche para ir a trabajar y casi ni lo puedes sacar del garaje por el atasco que hay en la ciudad y te dices: mañana saldré pronto para llegar puntual, pero llevas diciendo esa frase desde que ibas a la universidad. Llegas al trabajo y te encuentras en la mesa un taco de folios por leer, firmar y enviar. Suena el teléfono toda la mañana y ya no sabes si contestar con un amable: ¿Dígame?, o si vas a pasar de cogerlo, como si no estuvieras, porque en realidad te hacen perder el tiempo. Como estos ejemplos se podrían poner miles, pero en realidad, eso no es lo que quiero reflejar. Lo que quiero es pensar en qué consiste la paz, la cual se podría definir como un estado de tranquilidad y de quietud. Qué curioso, son palabras que no se suelen oír mucho en el transcurso del día a día y ni siquiera se pueden ver reflejadas en los ejemplos que puse anteriormente. Más bien, solemos escuchar otras como: voy corriendo a todas partes, no tengo tiempo, estoy agotado, etc.


Cuando una persona está estresada o agobiada e intenta ir a la raíz del problema, es probable que llegue a la conclusión de que, si trabaja, es el jefe quién le estresa, si estudia, es la cantidad de trabajos o exámenes los que le persiguen y si es adolescente, es todo el mundo el que se ha rebelado contra él y nadie le deja vivir, porque continuamente le dicen lo que tiene o lo que no tiene que hacer. Si se ve la vida de esta manera, claro que es agobiante, para qué negarlo.



Muchas veces nos quedamos solamente con eso, pero yo diría que tenemos que analizar un poco más cómo es nuestro día a día, porque la forma de vivir y de tomarse las cosas, también contribuye a que estemos más o menos agobiados. Me atrevería a decir que lo primero que debemos hacer es examinar nuestra paz interior, ya que, dependiendo de cómo estemos por dentro, eso se refleja en el exterior y por lo tanto, es más fácil que si uno está agobiado interiormente, todas las cosas que le vengan de afuera, por minuciosas que sean, le agobiarán más aún. Como decía el filósofo Confucio: “Si no estamos en paz con nosotros mismos, no podemos guiar a otros en la búsqueda de la paz”. ¿Y esto por qué? Porque para transmitir paz exterior, hay que estar sosegados por dentro y eso, los demás lo notan.


La Madre Teresa de Calcuta decía que “la paz comienza con una sonrisa” y nos podemos preguntar: ¿Cómo? Cuando una persona sonríe, en realidad lo que está haciendo es dejar de lado sus problemas y preocupaciones para poder pensar en el otro, de tal manera que con esa sonrisa, pueda hacerle la vida más agradable al de enfrente. Pensando en los demás es como se transmite paz, pues uno cuando se da vueltas a sí mismo y a sus quehaceres, es cuando más se agobia, creando así un clima de tensión a su alrededor. Por lo tanto, y con esto acabo, tenemos que tener claro lo que decía Eleanor Roosevelt: “No basta con hablar de paz. Uno debe creer en ella y trabajar para conseguirla”.

Construir sin remordimientos

“Juventud, divino tesoro, ¡Ya te vas para no volver!”. ¿Quién no ha oído este verso de Rubén Darío alguna vez en su vida? Seguramente en el colegio nuestros profesores de lengua nos hicieron aprender de memoria este poema, pero en ese momento no entendíamos bien su contenido. Ahora es probable que lo entendamos un poco más, pero aún así, me atrevo a decir que no del todo. A veces, incluso nos puede parecer ir por la calle escuchando suspiros de la gente mayor que nos miran sentados en un banco pasar. ¿Por qué será? Porque ven en nosotros lo que ellos un día fueron y estoy segura de que nos gritarían a gran voz que no malgastemos nuestra vida, que no hagamos con ella lo que queramos y que aprovechemos cada minuto para hacer cosas que de verdad valgan la pena. Y todo esto, ¿por qué? Porque han vivido lo mismo que nosotros y, por sus años de experiencia, nos dirían qué cosas no nos llevan a ningún sitio y aquellas con las que podemos triunfar. Creo que los jóvenes tenemos que tener esto un poco más en la cabeza, pues a veces no escuchamos a los mayores porque creemos que nos van a imponer una forma de vida o que al decirnos “no” en algo que queremos hacer nos están quitando la libertad, pero lo único que hacen es guiarnos por el buen camino, cosa que tenemos que empezar a descubrir. Nos quieren hacer ver que vida solo hay una y que, o la aprovechamos bien o es tiempo perdido.

Los mayores cuando hablan de sus vidas parecen emocionarse. Les viene a la mente un sinfín de recuerdos y experiencias de una vida pasada, a la cual, creo yo, recurrirán muchas veces en su vejez para sacar fuerzas de donde no las hay. Nos parece mentira que la gente diga que la vida pasa sin darse uno cuenta y, parece ser, que corre mucho más según pasan los años. Pero si cada uno de nosotros volvemos la vista atrás somos capaces de reconocer que, sin haber vivido mucho todavía, parece que fue ayer cuando jugábamos a mamás y a papas en el colegio, cuando nació tu hermano o hermana pequeña con quien hacías mil travesuras, cuando estábamos agobiados con la selectividad o bien, cuando empezábamos a estudiar la carrera en esta universidad. Y sin embargo, de todo esto hace ya unos cuantos años. Ahora es cuando me estoy dando cuenta de que hay razones más que suficientes para emocionarse ante los propios recuerdos de la vida pasada, ya que, cada persona es única e irrepetible y por lo tanto, cada uno se configura su vida según lo que elija y, esas elecciones, hacen que la gente sea feliz o no en la tierra.

Sin embargo, hay que contar con que los jóvenes tenemos muchos ideales, ganas de “comernos el mundo”, triunfar, ser algo en la vida que nos defina por lo que somos, etc., pero todas esas cosas no se consiguen con un abrir y cerrar de ojos, sino que es en esta etapa donde tenemos que ir tomando esas decisiones propias, sabiendo qué es aquello que perseguimos o queremos para nuestro futuro. Más que nada porque, de esas decisiones, aunque no nos demos cuenta ahora, vendrán consecuencias buenas o malas. Por así decirlo, la juventud es el principio de nuestra propia vida, así que más vale forjarla bien desde el principio para que luego, cuando volvamos la vista atrás, podamos decir como esas personas mayores: “No cambiaría ni un solo minuto de mi vida”.

Un paseo por mi vida

Nací en Boston, Massachusetts, el 7 de enero de 1992 en una familia de tres miembros: mis padres y mi hermano mayor, Oskar. Ahora somos ocho en total. Era un frío martes de madrugada y la ciudad se vistió de blanco para la ocasión. Creo que de ahí es de donde me viene el gusto por la nieve. Aunque me considero americana de nacimiento, he de admitir que soy española (pero tengo las dos nacionalidades), ya que yo no viví más que tres meses en Boston, pero mantengo la ilusión de poder volver en algún momento para conocer mi ciudad natal. Mis padres, sin embargo, vivieron allí dos años, pero al poco de mi nacimiento, regresaron a España. Mi padre es de Bilbao (Baracaldo) y mi madre de Ávila (Medinilla). Oskar nació en Estocolmo, el 11 de noviembre de 1988.

Nos fuimos a vivir a Madrid, donde nació Alberto el 2 de junio de 1993. Íbamos juntos a la guardería del Barrio de Begoña, donde pasamos muy buenos momentos y de los cuales todavía nos acordamos. Oskar mientras tanto, estudiaba en el colegio Retamar. En Madrid estuvimos viviendo cinco años en total, hasta julio del 1997, que fue cuando nos trasladamos a vivir a Pamplona.

Una vez aquí, mi padre tenía trabajo en la universidad, pues se lo habían ofertado cuando vivíamos en Madrid, pero mi madre estaba estudiando las oposiciones de pediatría. Algo que me marcó y de lo que nuca me olvidaré es el cuidado que nos daba a nosotros, todavía pequeños, por mucho que tuviera que estudiar. Había días en los que no podía estudiar durante el día (sobre todo en verano, por la excesiva atención que requeríamos) y se veía con la obligación de estudiar por las noches. Pero el esfuerzo acaba premiando al que se lo merece y consiguió una plaza, la única, en el Hospital Virgen del Camino, situado a cinco minutos de casa.

Mientras tanto, nosotros íbamos al colegio. Los chicos a Irabia y yo a Miravalles. Pasaron dos años y nació mi hermano Pablo, el 12 de septiembre de 1999. He de decir que ahora vuelvo la vista atrás y sólo puedo agradecer que mis padres nos hayan llevado a esos colegios, pues en ellos no solo nos hemos formado en cuestiones académicas, sino que también pudimos recibir una amplia formación espiritual, a la que mis padres dieron importancia toda la vida y que han conseguido inculcar en nosotros. Los años del colegio han sido inolvidables pues ahí se forjaron mis grandes amistades, con las que todavía mantengo bastante trato. Aunque tampoco olvidaré las travesuras de la ESO y los agobios en Bachillerato. Ha sido una etapa de lo más completa.


 Al terminar Bachillerato, decidí estudiar Magisterio en Educación Primaria. Es una carrera que la he tenido en mente desde muy pequeña y que se debe a mi gusto y pasión por los niños. Desde muy pequeña algunos de mis familiares me decían que tenía mucho apaño con los niños y la verdad es que cuando Pablo nació, yo era “su madre” cuando mamá no estaba y he de decir, que no he disfrutado nunca tanto como en esta etapa, en la que tuve un bebé de verdad en casa. Lástima que crezcan tan rápido los niños…

El 20 de abril del 2007 la familia aumentó con la llegada de dos niñas etíopes, hermanas entre sí, de uno y cinco años. Desde su llegada son muy felices, pues ahora saben que tienen una familia que les quiere de verdad y una vida que merece la pena vivir.